lunes, 15 de marzo de 2010

Imbéciles (3)

Si es que Dios (o mejor dios, porque el Dios en que creo no haría semejante cosa) los cría y ellos se juntan. Porque de tanto que quieren los unos separarse y los otros separar acaban dando la vuelta entera y encontrándose en la parte de atrás.

Se debate en el Parlament de Cataluña una iniciativa legislativa popular que pretende que se prohiban en nuestra tierra las corridas de toros. Bien, para los gustos se inventaron los colores. A usted pueden gustarle los toros o no. Usted puede pensar que los toros son una especie de barbarie o puede creer que son puro arte. Usted puede incluso –es extraño, pero llega a ser admisible a mi juicio– preferir las vaquilladas en las que una multitud descontrolada se dedica a hacer toda clase de salvajadas a unas cuantas terneras, sin reglas ni límites, puede incluso considerar que es graciosísimo que un encierro termine en una plazuela con donde está permitida cualquier agresión al animal, o que la carrera acabe con el astado cayendo al mar desde un muelle de pescadores para a continuación salir nadando por la playa, sólo para que se repita el supuesto juego, tan divertido. Puede usted entender que es mejor todo eso que un espectáculo ordenado, controlado por una autoridad, que protagoniza un animal criado específicamente para eso, que se enfrenta en cada fase de la lidia a una sola persona cuya actuación está sometida a una estricta regulación. Es su derecho.


Yo no le voy a engañar. A mí me gustan los toros. Si pudieran hacerse corridas sin sangre lo preferiría, es verdad. Pero una corrida de toros, de toros de verdad, con toreros de verdad, me parece uno de los espectáculos más estéticos que se pueden dar. Y tampoco le voy a negar que los toros me parecen un elemento cultural de primer orden. No tengo tan claro que sean una parte esencial de nuestra identidad nacional, para qué decir otra cosa.


Ahora bien. Si a usted lo que le pasa es que los toros le parecen una cosa española, y por tanto algo “del país del costat”, pues muy bien, oiga. Usted es nacionalista, y punto. Igual que los otros, claro: los que la misma semana del debate en la Ciutadella declaran los toros de interés cultural, o patrimonio intergaláctico o cualquier otra cebollez al uso. Porque oiga, lo que no me cuadra es que usted critique que para algunos catalanes los toros son cosa fea porque les recuerdan a su odiada España, y a continuación decirles, acta de gobierno en mano, que efectivamente, los toros son ante todo una cosa castiza y nacionalista (de la otra nación, la grandota, la que algunos queremos divertida e incluyente y otros, los ellos y los otros ellos, prefieren sosa, aburrida y monocolor). O sea, la mejor respuesta a un imbécil, al parecer, es otra imbecilidad de igual potencia y en sentido opuesto. Es la segunda ley de Newton (era la segunda ¿no?) de la imbecilidad.


Y unos días después, para redondear, un españolísimo periódico de Madrid titula en portada a todo trapo con la noticia de que la renta disponible per cápita de Madrid ya supera a la de Cataluña. Fíjese bien el lector: la renta disponible, no la renta generada. En la segunda seguimos por delante, en la primera no. ¿Qué cuál es la diferencia? Sencillo. Cuando a la renta generada se le restan los impuestos que van de Cataluña a la caja común y se le suma lo que viene de la caja común a Cataluña se obtiene la renta disponible. Dicho clarito y en castellano de aquí: eso que tan espectacularmente pregona el más anti-independentista de los diarios madrileños es exactamente la principal justificación –y el más potente argumento– de los independentistas.
Hay días que a uno le dan ganas de llamarse Josep Lluís, aquí y en la China comunista y en la otra.

¿Estamos o no estamos en un país de imbéciles?

miércoles, 24 de febrero de 2010

Imbéciles (2)

Que nadie se preocupe que tengo para repartir a diestro y siniestro, o mejor a todos los siniestros. Ya se sabe, el número de los tontos es infinito, dice la Biblia. Pero debe de ser un infinito de aquellos de función exponencial, que según recuerdo eran mucho más infinitos que los de las funciones aritméticas.

Imagínese el lector un pueblito de unos 6000 habitantes metido entre montañas. Uno de esos pueblos deliciosos que la orografía catalana permite, en medio de un valle, donde los vecinos se conocen y se saludan por la calle y la segunda vez que entras a comprar a una tienda ya te dicen eso de "ya pagarás otro día". En verano hace fresquito por la noche, jersey de lana y una manta, y en invierno por todas partes huele a humo de chimenea. Los concejales han ido juntos al cole, y aunque no se cortan a la hora de defender sus posiciones siempre impera un buen rollo envidiable, puedes parar al alcalde cuando sale de comprar el pan y contarle un problema de alcantarillado y la señora con la que coincidiste en la cola del CAP te pregunta tres días después si ya se le ha pasado la tos al pequeñajo.

De pronto algo pasa. Un grupo de vecinos, llevados de una marea que parece incontenible gracias a que entre todos les hemos convertido en unos hombrecitos de la leche, quieren organizar su pseudo-referéndum independentista y ya las cosas empiezan a ser diferentes. Llevados de toda su mejor intención -aceptemos la hipótesis de que querer romper algo pueda tener un fondo de origen bondadoso- montan todo el cirio: coordinadora, escrito al ayuntamiento, apoyo casi unánime (a ver quién es el guapo que se atreve a decir que no), cartas a los comercios, petición de apoyo a las entidades...

Y ya no somos tan amigos ¿sabes? Es que no sólo se han adherido los partidos que comparten ese impulso centrífugo. No. Se ha adherido el club de básquet, y el de fútbol, y el de sardanas, y el de teatro, y la filatelia, y los montañeros, y los buscadores de setas, y los cazadores de jabalíes, y si les dan dos semanas más se incorporan hasta los bares. Así que en ese pueblo, que se sepa, para jugar a baloncesto y a fútbol, subir al escenario o actuar o bailar en el paseo, coleccionar sellos, subir al monte o salir por "rovellons" o "senglars" es necesario formar parte de una entidad que se ha declarado políticamente independentista (y algunas de ellas con cosas antológicas como hablar del Estado "pseudo-democrático", que ya son cataplines, digo yo).

En las entidades culturales donde una junta medio sensata ha dicho "esto no va con nosotros" se ha armado la de Cristo Padre, y me cuentan que hasta el colegio público, ¡atención, señoras y señores! estuvo a punto de sumarse a la parranda, que ya sería lo último. Porque, esa es otra, se supone que la encuesta -vamos a llamar las cosas por su nombre de una buena vez- es "por el derecho a decidir". Pero a los que acudan a esa insuperable burla a las urnas a ser encuestados no les preguntan si les gustaría que se pudiera decidir, sino abiertamente si desean la independencia de Cataluña. Y personas que nunca han manifestado la menor veleidad en ese sentido acuden a ser vistos a los actos y aseguran que irán el domingo a ser encuestados. No vaya a ser que aparezcan sus nombres en pintadas con forma de diana.

La Constitución de la Segunda República definía España como una República de trabajadores de todas las clases. Se equivocaron sus señorías: lo que es España es un país donde se presta atención a toda suerte de imbéciles.

martes, 16 de febrero de 2010

Imbéciles (1)

Andaban ciertos amigos míos, soberanistas o abiertamente independentistas, un poco preocupados. Resulta que por primera vez, después de mucho tiempo, se veían a sí mismos, con sorpresa, sintiendo como propio algo de España, vibrando, madre mía, vibrando, sí, con algo que lleva el nombre de España. Sí, bueno, se me podrá decir que a lo mejor emocionarse viendo a un grupo de 11 tíos persiguiendo un balón en calzoncillos y camiseta no es como para que podamos pensar que la llama de la Patria ha vuelto a prender en el corazón de mis amigos.

Puede ser. Pero lo cierto es que para unos cuantos millones de españoles lo más parecido a la emoción patriótica que les ha sido dado sentir, en esta España bajuna y chabacana que entre todos hemos ido construyendo, es justamente la alegría de ver cómo las selecciones nacionales, y especialmente la de fútbol, por fin han cambiado el viejo lema de “jugamos como nunca y perdimos como siempre” por el de “jugamos como nadie y ganamos como nunca”.


A todo eso han contribuido un grito y un nombre. Porque al grito de “¡podemos!” todos hemos cantado los triunfos de “la roja”. Esas personas de las que hablo, compañeros de trabajo pero además amigos de sobremesa y mucho más allá, nunca habían comentado un buen o mal partido de España con más énfasis que pondrían al comentar otro de Francia o Alemania, salvo por la presencia de algún jugador del Barça. Pero de pronto todo había cambiado. La selección española ya no era algo ajeno; de repente ese equipo y esos colores eran algo por lo que valía la pena saltar, cantar, gritar… ¡Podemos! Sí, y la selección ya no era ese equipo al que se miraba con frialdad. La selección se había convertido en “la roja”, no, mejor ¡¡¡LA ROJA!!! Y la sentían como suya.


Mis compañeros ya no están preocupados. Un grupo de imbéciles, de estos que tienen el monopolio de la Patria, han decidido que era mejor volver a dejar fuera de ella a mis amigos. Con toda la maldita fuerza de internet ya están en marcha iniciativas que nos dicen lo malo que es llamar “la roja” a la selección de todos. Pero claro, es que no es de todos. Es suya. La quieren sólo para ellos. Como a España. O amas a España como ellos quieren o no vale. Era malísimo que unos cuantos cientos de miles de personas a las que España se les daba una higa hubieran empezado a alegrarse de esos triunfos. ¿Te imaginas qué putada, todo de catalanistas separatistas, votantes declarados de Esquerra, clavados delante de la tele pegando botes antes las hazañas de los Puyol, Xavi, Iniesta, pero también los Casillas, Sergio Ramos, Cazorla, Villa y demás? ¡Nooooo! Antes rota que roja ¿comprendes, lector?


Si un día España se rompe del todo, espero que quede entre nosotros alguien con los arrestos suficientes para ir a buscar uno por uno a todos estos imbéciles que tienen la exclusiva del patriotismo y agradecerles, insisto, uno por uno, sus esfuerzos para expulsar del sentimiento compartido a tantos y tantos españoles. Y agradecérselo como Dios no manda, o sea, de la única manera posible: con una buena sarta de patadas justamente en el centro exacto de la bisectriz.