viernes, 16 de octubre de 2009

Y que nos quiten lo bailao

Este miércoles, en la tertulia quincenal que comparto en la COM Ràdio con Gonzalo Bernardos, el director del programa, Jordi Duran, nos pidió, como era de esperar, nuestra opinión sobre el proceso de fusión de Caixa Catalunya, Caixa Girona y Caixa Tarragona, que oficialmente se puso en marcha el martes por la tarde pero del que todos estábamos hablando desde el regreso del verano.

El sector financiero no es cualquier cosa. A diferencia de la mayoría de los sectores económicos, por muchas barbaridades que hagan los gestores de la banca y las finanzas en general no se puede permitir que el sector se colapse. No es como los vendedores de piruletas o chuches en general, o los sopladores de vidrio o qué sé yo. No. Si un sector que produce bienes y servicios reales se va a hacer gárgaras, pues mala suerte: al INEM los que les toque esa negra lotería, a liquidación las empresas, benedicat vos Deus patres omnipotens y tal dia farà un any. Cuando en el mercado hagan falta esos bienes alguien se dedicará a importarlos o producirlos y en algún momento los planes de los consumidores y los de los productores casarán, y aquí no ha pasado nada.

Eso no ocurre con la banca. El sistema financiero es como el lubricante de un motor. Si te olvidas de llenar el depósito de gasolina puedes quedarte tirado en carretera; pero si te olvidas de rellenar el del aceite puedes quedarte sin coche para siempre. El sector financiero convierte el ahorro de los consumidores en capital disponible para los inversores, sean estos empresas, consumidores o el Estado en cualquiera de las múltiples versiones de él que disfrutamos. Esa financiación es la que permite superar el desajuste que prácticamente siempre existe entre el momento en que necesitamos dinero para una operación y la disponibilidad de nuestros propios fondos. Cuando compramos una casa, por ejemplo, necesitamos el dinero ya; el préstamo permite cambiar ese dinero que me dan en el presente por otro dinero que yo iré pagando en el futuro. Naturalmente el tipo de interés es el precio que pagamos por disponer hoy de un dinero que iremos ganando durante los próximos 30 años.

En una economía moderna como la nuestra la mayor parte de nuestras operaciones económicas no se hacen con dinero en efectivo, sino mediante recursos financieros. Hay un anuncio bonito en la tele y la radio que nos invita a guardar el dinero de bolsillo para las cosas importantes, como dejar algo en el sombrero de un grupo de personas que animan un parque con una música preciosa. Para lo demás, dinero financiero. En estas condiciones todo funciona básicamente a partir de la confianza. Todos nos fiamos: los que dejamos nuestros ahorros en un banco o caja, los que aceptan cobrarnos una comida pasando un trozo de plástico por un datáfono o que paguemos la entrada de un coche con un cheque al portador. Confiamos en que la entidad financiera responderá, y gracias a eso la economía puede funcionar con muchísima más agilidad que si todas las compraventas se tuvieran que hacer entregando físicamente una cantidad de dinero. Además los costes de transacción son muy inferiores.

Por eso ningún gobierno serio puede permitir que la banca se venga abajo por muchas tropelías que se hayan cometido, incluso por insoportablemente indecente que nos parezca que el consejero delegado de un banco pille una pensioncilla de 3 millones de euros al año o que el conjunto de los planes de pensiones de los directivos bancarios acumule 500 millones. Si alguien ha metido mano en la caja, si alguien ha estafado o cometido alguna irregularidad, unos atentos caballeros y damas que suelen llevar un uniforme verde y un extraño sombrero negro acharolado se presentarán en su casa y con amabilidad pero sin la menor duda acerca de sus intenciones se lo llevarán detenido. Pero sea cual sea el volumen de sus desmanes allá iremos todos con los millones de mortadelos que haga falta a sanear, reequilibrar balances y lo que sea preciso, porque no hacerlo supondría la ruina de nuestra economía.

Así pues, que nadie se sorprenda de que los poderes públicos faciliten financiación para el saneamiento de las cajas fusionadas. En este caso concreto, 1500 millones de euros, que por si alguien lo ha olvidado serían el equivalente a un cuarto de billón (con B de burrada) de nuestras viejas pesetas. O sea, una pasta gansa, y la cosa no ha hecho más que empezar. Decía el miércoles Narcís Serra, presidente de Caixa Catalunya, que no debía verse la fusión como una absorción encubierta. Tiene razón: se parece más a esas operaciones de apuntalamiento en las que cuando un gran edificio corre peligro de venirse abajo se construyen a su alrededor otros edificios más pequeños para reforzarlo. ¡A nadie se le ocurriría decir que es el edificio grande el que da soporte a los pequeños!

Si se fusionan es porque nadie pierde y al menos uno gana. El reparto de cuotas de poder indica que no es que el pez grande se coma a los peces chicos, sino que necesita como el aire apoyarse en ellos para que no se lo lleve la corriente. Luego entre todos rellenaremos el agujero con la cantidad de hermosos billetes de esos que llaman “bin laden”, ya sabéis, todo el mundo habla de ellos pero sólo se ven por la tele. La pelea vendrá, como siempre en las cajas, con la Obra Social, que es el instrumento que los políticos tienen para hacer sus cositas en el territorio del que dependen sin echar mano de fondos públicos. Pero esa ya es otra historia.

UNA MALDAD: Se insiste tanto en la territorialidad identitaria de las cajas que no deja de hacer gracia que una importante caja de una zona del norte de España con un bellísimo pero muy difícil idioma propio esté intentando hacerse con la primera caja que fue intervenida por el Banco de España desde que empezó esta crisis. En el Quijote hay un personaje que grita: “¡Viscaino estoy”. En un chiste en el que uno presume de que los bilbaínos somos tal y somos cual, cuando el otro le recuerda que es natural de Santurce (o Santurtzi), el primero responde: “Los de Bilbao nacemos donde queremos”. Se podría decir: “los de Bilbao tenemos cajas donde queremos”. Tanto llorar la desvasquización (cierta) del BBVA y ahora el PNV queriendo quedarse la caja de ahorros de un lugar de cuyo nombre es muy fácil acordarse.

miércoles, 7 de octubre de 2009

¡A por el 15%!

Esta mañana discutíamos en clase la política económica con que entre 1983 y 1985 el primer gobierno socialista, presidido por Felipe González y con Miguel Boyer en Economía y Hacienda, le dio a España el empujón necesario para salir de la profunda crisis económica que padecíamos prácticamente desde la muerte de Franco. Comentábamos que el triunfo en la lucha contra la inflación –que en unos tres años se redujo del 15% al 8%, más o menos–, mediante una política monetaria durísima y un fuerte ajuste de los costes laborales conseguida mediante una fuerte destrucción de empleo. En cualquier economía moderna, como la nuestra, funcionan los llamados “estabilizadores automáticos”: siempre que aumenta el paro aparece un déficit público anticíclico independiente de cualquier decisión política. Menos gente trabajando quiere decir menos recaudación por IRPF y por IVA, y más gasto en protección a los parados; y todo ello sin necesidad, insisto, de tomar decisión alguna. Ocurre sin más, aparece ese déficit transitorio, anticíclico y espontáneo, y por eso se habla de estabilizadores automáticos. De manera que, decíamos a eso de las 11.35, el aumento del paro había implicado un déficit público coyuntural que se sumaba al entonces permanente déficit estructural de la economía española. De pronto he caído en la cuenta de algo. Estos son los primeros alumnos en dos lustros para quienes el déficit público no es un fenómeno extraño y desconocido de los libros de teoría económica o de historia sino algo real, y ellos mismos son los primeros sorprendidos, porque desde que empezaron a estudiar, hace unos tres años, nunca habían visto el déficit público como un problema para el presente… y para el futuro. Y claro, de ahí a preguntarnos por las previsiones del FMI para el año 2010 solo había que dar un paso. El (des)gobierno que disfrutamos dice que podemos llegar al 10% del PIB, lo cual seguramente significa, a la vista de la experiencia, que ya lo hemos superado. Da miedo verles en esas ruedas de prensa dando números e imaginarse cómo serán los de verdad, los que no se enseñan en público. El FMI vaticina un 12%, lo que permite apostar sin demasiado riesgo por una cifra alrededor del 15%. Porque hay algo que nadie “con galones” ha salido a explicar. Lo que nos pasará el año que viene, en el mejor de los casos, es que se moderará la destrucción de empleo. Que no está mal, o incluso está muy bien; pero no significa que se reduzca el paro, sino que aunque sea más despacio en todo caso crecerá, y con el paro siempre crece el déficit. Así que, se diga lo que se diga y desde donde se diga, llegaremos a saberlo o seremos víctimas de otro apagón estadístico que dejará pequeño al de 1996-2004. Pero allá vamos, cuesta abajo y sin frenos, a batir un nuevo récord: ¡a por el 15% de déficit público!