Los datos parecen apuntar la salida de esta crisis de duración
bíblica, y tiene sentido esbozar algunas ideas sobre hacia dónde debería ir Europa
en un futuro próximo. Para mí el concepto clave es el de reconstrucción, y se
concreta en tres ámbitos: institucional, socioeconómico y moral.
Las instituciones europeas han mostrado una grave incapacidad
ante la crisis, reflejando las carencias de los gobiernos nacionales y la
propia debilidad de los organismos europeos para las tareas que se les suponen.
Un ejemplo son los sobresaltos causados por la debilidad del euro y la crisis
de la prima de riesgo. Al diseñar el BCE se le privó de algunas de las
competencias y objetivos que debe tener todo banco central, limitándolo no sólo
para nada que no sea la lucha contra la inflación, sino siquiera para adaptar
su objetivo primario a la realidad del momento.
A esta debilidad se une el desequilibrio de poder entre los
Estados, que ha impedido aplicar políticas de reactivación ni para el conjunto de
la UE ni para los países más tocados por la crisis. La idea de que Europa era
la solución ha sido sustituida por la percepción de que Europa es el problema, causando
el descrédito de sus instituciones y, de rebote, de los gobiernos y de una clase
política incapaz de mostrar preocupación real por el sufrimiento de gran parte
de la ciudadanía. La UE tiene un gran papel en el bienestar general, pero solo
resolverá su déficit de credibilidad mediante reformas que simplifiquen su
compleja estructura y suavicen la imagen de clase ociosa, distante y
privilegiada que tienen para muchos los políticos del escenario europeo.
En segundo lugar, la crisis ha sido, por su duración y
dureza, muy dañina para el sistema económico y la estructura social. Ha destruido
buena parte de la capacidad productiva, en unos casos porque era necesario por su
ineficiencia pero en otros solo por la caída de la actividad. Las grandes víctimas
de este proceso, que ha llevado a muchas familias a la pobreza, han sido las
clases menos favorecidas. Pero no es menos grave el debilitamiento de la clase
media, el elemento clave de la cohesión social: demuestra que partiendo de abajo
el esfuerzo permite el progreso personal, define el estándar de bienestar,
atenúa las desigualdades e impide la división de la sociedad en grupos
antagónicos o al menos excesivamente alejados. La depresión económica ha traído
una depresión social: familias acomodadas encabezadas por profesionales
cualificados han visto roto su proyecto vital, creando sensación de indefensión
en los sectores que, por su dinamismo, protagonizan la vida social y económica
de cualquier país.
Las prioridades de las políticas públicas han de ser reconstruir
el tejido productivo, promover el empleo y restablecer el equilibrio social.
Hay que centrarse en reincorporar al mercado de trabajo, en puestos acordes con
su preparación, al mayor número de quienes han perdido su medio de vida. Y si
era necesario el ajuste salarial para adecuar los salarios a la productividad
real del trabajo, ahora habrá que poner especial empeño en las políticas
educativas, formativas y de investigación científica y técnica para que la
competitividad futura de las economías europeas no se base en actividades de
bajo valor añadido y salarios depauperados.
Pero la peor consecuencia de la crisis es de orden moral. La
crisis ha causado el rechazo a la clase política y la desconfianza en las
instituciones, y ha extendido el miedo al futuro. Nos movemos así entre la
irresponsabilidad del que se cree inocente de su situación y la sumisión de
quien se siente culpable de sus propios males. Una sociedad sin fe en sus
dirigentes es presa fácil de la demagogia y el populismo, y puede incluso cuestionar
los valores compartidos y la validez de la democracia; una sociedad atemorizada
puede aceptar con escasa resistencia sacrificios y renuncias que van mucho más
allá de lo razonable y repartidos, además, de manera radicalmente injusta.
Es preciso, por tanto, restablecer el crédito de la política
y sus actores y la confianza de los ciudadanos en el sistema democrático,
evitando los liderazgos demagógicos. Pero es fundamental devolver la autoestima
y la dignidad humana a amplios sectores de la población que han vivido la
crisis como un degradante proceso de humillación personal, y superar la
incertidumbre y el temor. Y es básico recuperar el consenso en cuanto a las
responsabilidades individuales y las que deben ser compartidas por todos. No
todo es siempre, culpa de los demás, como pretenden algunos, pero tampoco nos
merecemos todo lo malo que nos pase, como insinúan otros. Ni aprender a eludir
las responsabilidades ni vivir bajo el imperio del miedo ayuda a que una
sociedad pueda construir un porvenir próspero y digno en paz, justicia,
igualdad y libertad.
Reconstruir las instituciones, reconstruir el tejido
socioeconómico y reconstruir la moral social: estos son, en mi opinión, los
retos inmediatos a que se enfrenta Europa.
(Publicado el 29 de abril de 2014 en el suplemento +Valor de El Periódico de Catalunya.)