Hace
unos meses Borja Barragué y Gonzalo López publicaron un a mi juicio excelente
artículo [http://agendapublica.elperiodico.com/la-socialdemocracia-los-faltan/]
en el que planteaban algunas de las cuestiones que tiene que abordar la
socialdemocracia para recuperar las posiciones políticas perdidas en las
últimas décadas. Sin ánimo de polemizar sino, muy al contrario, de avanzar por
la senda que ellos trazaron, me propongo plantear algunas cuestiones relativas
a la importancia que tendrá recuperar los valores de la socialdemocracia para
afrontar el desafío de volver a ser la principal opción política en los países
más desarrollados. Los valores proporcionan una pauta permanente para la
interpretación de la realidad, son la base de un concepto de la persona y la
sociedad y, como consecuencia, determinan los fines que orientan las políticas
que se van a llevar a cabo.
En este
sentido, sigue siendo útil la intuición de Hirschman [en Retóricas de la intransigencia, FCE, 1991] de que en todas las
etapas históricas han coexistido una tendencia a mantener el statu quo y otra con voluntad de
modificarlo en el sentido de mejorar la vida de aquellos que están peor. Para
los primeros, sigue Hirschman identificándolos con la definición clásica de la derecha
a título meramente descriptivo, es mejor dejarlo todo igual porque los cambios
implican la aparición de efectos diferentes a los perseguidos (tesis de la
perversidad), carecen de efecto alguno (tesis de la futilidad) o ponen en peligro
las conquistas anteriores (tesis del riesgo). La izquierda, por el contrario, tiende
a poner más énfasis en los beneficios derivados del cambio que en sus posibles
costes.
El 2 de
enero de 1999 el malogrado Ernest Lluch describió en una página lo que para él
significaba el socialismo. Ese manuscrito, caligrafiado en catalán con letra
limpia y pulcra [ver original en http://www.fcampalans.cat/arxiu/uploads/manuscrits/pdf/lluch_00.pdf],
dice así (la traducción es mía):
“El
socialismo es llevar la máxima libertad, la máxima igualdad y la máxima
fraternidad posibles a las personas que viven en sociedad. Para conseguirlo no
basta con políticas públicas, sino que también hace falta que paralelamente
cambien la moral y la ética de las personas. Hemos de cambiar las cosas pero
hemos de cambiar a las personas. Pienso que hemos de hacer nuestros los valores
del cristianismo primitivo y del cristianismo humanista. Hemos de incorporar
los valores del compañerismo de los trabajadores en sus puestos de trabajo y en
su organización autónoma. La ética del trabajo y de la tarea bien hecha nos han
de vertebrar. Colectivamente hemos de afanarnos para que desaparezcan los
flagelos y las causas de la desigualdad: el miedo a la enfermedad sin
asistencia o a la vejez sin recursos, el no poder estudiar si se tienen
condiciones y ganas. Queremos también que la formación de las personas permita
disfrutar del ocio de una manera creativa y enriquecedora. Hemos de hacer esto
mirando hacia lo que tenemos más cerca, pero también al conjunto de un planeta
que queremos conservar, para que la inmensa mayoría pueda vivir en él en
condiciones de libertad, que es un fin en sí misma.”
Libertad, igualdad, fraternidad. Estas
tres palabras, que en su día cambiaron el mundo, siguen definiendo cualquier
ideal de progreso y se implican mutuamente. Pero el nexo entre ellas, el
clavillo del abanico, es la igualdad, consecuencia y causa a la vez de la
libertad y la fraternidad. Lo que define las opciones de progreso es la lucha
contra la desigualdad: respecto a los derechos individuales elementales estuvo
en el origen de la revolución francesa, respecto a los derechos políticos dio
en las transformaciones democráticas de mediados del siglo XIX y respecto a los
derechos socioeconómicos hizo surgir el Estado de bienestar tras la Segunda
Guerra Mundial. Ninguno de esos cambios significó haber llegado al final de
ningún camino, porque la socialdemocracia, sin dejar de lado otros fines,
persigue un nuevo orden económico y social basado en la libertad, la justicia, la
solidaridad y la mutua obligación derivada de ella, la democracia
representativa y la economía de mercado. Y por lo tanto debe, en cada momento
histórico, imaginar nuevas propuestas que desarrollen esos valores a partir de
la idea de igualdad.
En 1949, en su célebre conferencia “Citizenship and Social Class” [versión
castellana en https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/760109.pdf], Thomas
H. Marshall identificó la igualdad con la plena ciudadanía: son ciudadanos los
que son iguales con respecto a una misma tabla de derechos, que clasificó en
civiles, políticos y sociales, y profundizar en la igualdad ante ellos debe ser
el fin que defina la socialdemocracia. Más recientemente Offer y Söderberg, en
su brillante ensayo sobre el papel del premio Nobel en Economía en la promoción
del liberalismo económico [https://press.princeton.edu/titles/10841.html], han
definido la socialdemocracia como la prolongación natural de la Ilustración.
Por decirlo con palabras de Milanovic
[http://glineq.blogspot.com.es/2016/10/will-social-democracy-return-review-of.html],
“de la igualdad ante Dios a la igualdad ante la ley, a la igualdad entre
hombres y mujeres, a la igualdad entre razas, a la igualdad de derechos entre
los ciudadanos.” Dado que todos pasamos a lo largo de nuestras vidas por
períodos en los que dependemos de los ingresos de otros (infancia, maternidad,
enfermedad, desempleo, vejez…), la propuesta de la socialdemocracia consiste en
poner en común esos períodos de dependencia a través del Estado, único ente que
llega a todos, que puede forzar la participación de todos y que lo hace,
además, a través de mecanismos de decisión democráticos.
Pero hoy en día el cambio tecnológico genera nuevas desigualdades en el
acceso a la información y el conocimiento, y hay que definir una cuarta oleada
de derechos, que no da por superadas las anteriores oleadas sino que las
amplía, y concretar políticas que promuevan la igualdad con respecto a esos
nuevos derechos. Por su parte, el evidente deterioro del medio ambiente exige
asumir el compromiso de legar a las generaciones venideras un planeta como
mínimo en las mismas condiciones que lo recibimos, no sólo desde el punto de
vista de la disponibilidad de los recursos naturales necesarios para la vida
humana, sino también desde el de la preservación de los espacios naturales para
su disfrute lúdico y estético: es una solidaridad
no hacia nuestros mayores, sino hacia nuestros hijos. Finalmente, la creciente
automatización de las actividades productivas va a implicar consecuencias
todavía desconocidas en el mundo de las relaciones laborales para las que la socialdemocracia
ha de tener respuesta.
En definitiva, se trata de que el mayor
número posible de personas vivan dentro de los estándares normales de la vida
en sociedad, porque eso es lo que caracteriza la ciudadanía -y quienes quedan
fuera de ella son, por tanto, los excluidos-, y utilizar la singularidad del
Estado con ese fin. De ahí que en mi opinión siga vigente la afirmación del
manifiesto de Eisenach (1869): “Es misión del Estado hacer participar a una
fracción cada vez más numerosa del pueblo en todos los bienes de la
civilización.” Siguiendo a Doyal y Gough [Teoría
de las necesidades humanas, Icaria-FUHEM, 1994], el ideal que se persigue
es la plena satisfacción de las necesidades humanas, es decir, crear las
condiciones para que todos tengamos las mismas oportunidades de satisfacer
autónomamente nuestras necesidades, y establecer los mecanismos de compensación
adecuados para el caso de que haya quien, a pesar de esa igualdad de
oportunidades, no lo consiga. El vector que dirige la acción de la
socialdemocracia tiene que ser redistribuir, en dos sentidos: por una parte reducir
las desigualdades, y por otra hacerlo adoptando una concepción al estilo del
principio de la diferencia de Rawls [Teoría
de la justicia, FCE, 1971], es decir, poniendo especial atención, en cada
ámbito, en aquellos que estén en peor situación de partida.
En el ámbito de los derechos civiles, redistribuir es eliminar cualquier
trato desigual en función de características personales que no sean limitantes
por su propia naturaleza, tales como el sexo, la orientación sexual, la etnia,
el origen, la nacionalidad o las creencias religiosas. La socialdemocracia
tiene que ser feminista y defender el reconocimiento pleno de la diversidad
sexual, así como de todas las formas de familia. También es tarea la
socialdemocracia favorecer la equiparación de derechos de los ciudadanos
procedentes de otros lugares y, por supuesto, garantizar el más amplio respeto
a la libertad religiosa. Una segunda cuestión que la socialdemocracia tendrá
que afrontar es la participación en la vida social de las personas con minusvalía
intelectual -uso la palabra minusvalía en su sentido original: limitación para poder
valerse por sí mismo-, ya sea congénita o sobrevenida. La respuesta es
cualquier cosa menos evidente y se puede plantear como mínimo desde dos
enfoques diferentes: dar por supuesta la plenitud de derechos y definir las
causas limitativas del ejercicio de tales derechos o, alternativamente,
establecer por definición la limitación de derechos y fijar las condiciones
para poder acceder a ellos.
Uno de los mayores retos de la socialdemocracia es la profundización de
la participación de los ciudadanos en los asuntos colectivos: redistribuir el
poder político partiendo del supuesto de que si hay quien carece de él es
probablemente porque también hay otros que lo tienen en exceso. En sus orígenes
la socialdemocracia se debatió entre la pulsión revolucionaria y la razón
reformista. La polémica entre Kautsky y Bernstein a principios del siglo XX
contraponía dos visiones de la democracia política: para el primero era sólo
uno más entre los medios posibles para alcanzar el socialismo, mientras que el
segundo la entendía como un fin en sí misma porque la consideraba una extensión
de la idea de igualdad. Desde 1989 la declaración de principios de la
Internacional Socialista contiene la afirmación de que una democracia más
perfecta es a la vez el marco y el fin del socialismo.
Ahora bien, ¿qué es una democracia más perfecta? Apuntaré algunas ideas relativas
al caso español y a los problemas que casi cuatro décadas de democracia han ido
revelando. Empiezo diciendo que la de nuestro sistema democrático es la
historia de un éxito. Nuestra democracia satisface con amplitud los requisitos
de la poliarquía descrita por Dahl [en La
poliarquía. Participación y oposición, Tecnos, 1989]: nadie que no haya
sido elegido por nosotros toma decisiones en nuestro nombre, todos podemos optar
a esos puestos y elegir a quienes los ocupan, hay pluralismo político, libertades
de expresión y de prensa y elecciones periódicas con consecuencias
preestablecidas, y la separación de poderes permite el control del
funcionamiento de las instituciones. Sin embargo, cuestiones como la crisis de
la democracia representativa, la distribución territorial del poder o el
descrédito de las instituciones exigen respuestas en la línea de explorar
posibles vías para una mayor participación directa de los ciudadanos en
determinados ámbitos y decisiones, la apertura del proceso hacia la solución
federal, la mejora de la selección de determinados cargos institucionales y la
instauración de mecanismos de transparencia y exigencia de responsabilidades
para recuperar la confianza de los ciudadanos en la política. También ayudarán,
en el mismo sentido, reformas institucionales y administrativas que reduzcan
los costes de gestión del Estado, liberando recursos para la redistribución y
haciendo más visibles los resultados del esfuerzo fiscal de la ciudadanía.
Finalmente, en el terreno socioeconómico la Economía nos enseña sin duda
posible que con carácter general los mercados competitivos son la mejor forma
de maximizar los niveles de producción, empleo y renta. Pero también nos enseña
que a veces los mercados fallan, sea porque no se dan las condiciones para la competencia,
sea porque les pedimos que hagan cosas que no saben hacer. Si queremos
redistribuir oportunidades y renta es necesaria una intervención activa e
intencionada del Estado en la economía para asegurar una competencia real y
efectiva cuando sea posible, regular los mercados cuando sea necesario, proveer
bienes públicos y sociales y promocionar un acceso menos desigual a otros como
la vivienda y la cultura.
Nuevos tiempos plantean
nuevos problemas que exigen nuevas soluciones. La Gran Recesión ha creado
formas de pobreza olvidadas, como la pobreza laboral, que tenderán a
perpetuarse si no se les pone freno porque son insensibles a las tradicionales
políticas de igualdad de oportunidades. De ahí la necesidad de activar nuevos
instrumentos de redistribución primaria [Lindbeck, Desigualdad y política redistributiva, Oikos-Tau, 1975],
profundizando en las políticas de igualdad de oportunidades, y abrir camino a
las políticas de predistribución, como las llama Hacker [http://www.policy-network.net/pno_detail.aspx?ID=3998&title=The+institutional+foundations+of+middle-class+democracy]
para compensar las desventajas de los sectores sociales menos favorecidos y las
debilidades que hagan al mercado más propenso a generar desigualdad. [Dos buenas
introducciones a este concepto son las de Barragué, https://www.eldiario.es/agendapublica/impacto_social/Igualitarismo-predistributivo-hace_0_367814154.html, o Noguera, https://blogs.elpais.com/alternativas/2015/07/predistribuci%C3%B3n-de-qu%C3%A9-hablamos-y-por-qu%C3%A9.html]
La socialdemocracia debe imaginar y perfeccionar instrumentos como
alguna modalidad de renta mínima, así como reformas laborales que combinen la
necesaria flexibilidad con una razonable seguridad y la recuperación de la
importancia de los sindicatos en la vida laboral, y reformas fiscales que
permitan generar ingresos fiscales a partir de nuevas fuentes de creación de
riqueza. Y tiene que empezar a atreverse a ahondar en la línea marcada por Atkinson
[Inequality: What can be done,
Harvard UP, 2015]: aunque la igualdad de oportunidades sigue siendo un
argumento nuclear, en un futuro que me parece inmediato habrá que empezar a
perseguir objetivos relacionados con la igualdad de resultados.